Decidí comenzar mi viaje de este año, rumbo a la entrega 85 del Óscar,
por una película que llamó poderosamente mi atención a causa de una sutileza de
esas que me hacen amar el cine.
A pesar de ser una cinta extranjera, (y estar nominada este año en
dicha categoría) esta historia es también una de las nueve nominadas a Mejor
Película del año. Algo grande. Algo admirable. Algo digno de ser resaltado,
especialmente pensando en todo lo que esto significa para una industria como la
del cine norteamericano.
Esta hazaña, de hecho, ha sido alcanzada por muy pocas películas.
Entre ellas, las más recientes, La Vida es Bella, El tigre y el Dragón y Cartas
desde Iwo Jima, Pero, basta con imaginar la cantidad de intereses y dinero que
mueve el cine de los Estados Unidos para comprender el mérito que representa
estar nominada a Mejor Película del Año aún sin ser una película creada por la
industria del cine de los Estados Unidos.
Para que se hagan una ligera idea de lo que les estoy hablando piensen
que para el 2008 (hace ya casi 5
años) la industria del entretenimiento en los Estados Unidos generó unos
beneficios de 726.000 millones de dólares, de los cuales gran parte provino de
la Industria del cine.
Ahora bien, imaginen que en una industria de esta magnitud aparece una
modesta película, filmada casi en su totalidad en un pequeño y desgastado apartamento
de París, con un recatadísimo elenco principal de dos protagonistas y unos
cuatro personajes secundarios y que, con una historia desprovista de efectos
especiales, o grandes atractivos tecnológicos o sexuales, se cuela dentro de
los nominados a Mejor Película del año en la octogésima quinta entrega de los
premios Óscar. Una proeza que, la verdad, se dice muy fácil.
Pero no se trata de una proeza inesperada y, mucho menos, de un golpe
de suerte. Estamos hablando, de acuerdo a mi humilde punto de vista, de una
película de autor que rescata la esencia mágica del cine que no es otra que contar historias de formas únicas e
inolvidables. Y esto, sin duda, lo logra “Amour”.
Para quienes no han tenido la oportunidad de verla, se trata es una
película dirigida por el austríaco Michael Heneke, que cuenta la historia de un
par de ancianos (Georges y Anne), profesores jubilados de música, quienes ya, al final de sus vidas, viven
una última y definitiva prueba.
Ella, durante una tarde cualquiera, sufre un ataque inesperado, luego
del cual la mitad de su cuerpo queda totalmente paralizada.
Desde ese momento comienzan a activarse los mecanismos humanos a
través de los cuales nos ponemos a prueba no sólo ante los demás sino, sobre
todo, ante nosotros mismos. Ambos comienzan un camino que ya no tendrá marcha
atrás.
De forma muchas veces anacrónica, y alternando los tiempos narrativos,
vamos viviendo junto a los protagonistas los distintos momentos de sus últimos
días de vida.
Anne comienza a exteriorizar la amargura, la rabia, la desesperación y
la vergüenza de quien se transforma en alguien (o en “algo”) completamente
diferente de lo que fue. Georges inicia un camino hacia el desgaste, la
incomprensión y el desespero que culmina en el límite más cercano de lo que
conocemos como “absurdo”.
Ambos, de la mano del director austríaco, nos colocan como
espectadores, a padecer en carne viva el proceso de deterioro de Anne a través
de largos planos secuencia y de un ritmo narrativo que, de alguna forma, nos
hacen experimentar la velocidad que adquieren las personas mayores en su día a
día: lento, repetitivo, desesperante.
La película llega a resultar desoladora, triste y la historia se nos
vuelve lamentable, árida, fúnebre.
Sin embargo, se nos hace imposible quitar la mirada de la pantalla. Las
razones: infinitas. Una fotografía impecable. Un humor casi sádico. Una acción
que prácticamente flota en cámara lenta frente a nosotros y nos obliga, muy a
pesar del ritmo atípico al que nos expone, a estar siempre enfocados, atentos,
alertas, esperando la caída, o el golpe…
Entonces, Heneke nos sorprende con acciones humanas casi impensables,
pero reales al fin. Nos impresionamos. No vemos afectados. Y no dejamos de
pensar ni un segundo qué será de nuestras vidas cuando nos llegue el momento de
la verdad, cuando ya la vida se esté despidiendo de nosotros.
En cuatro palabras: una joya del cine.
Siendo honesto, intuyo que para las nuevas generaciones “Amour” debe resultar
una película lenta, gris, casi inentendible. Sin embargo, hoy me atrevo a
asegurar que para los jóvenes debe también constituir un reto, una forma de
comenzar a ver la vida de otra manera.
Para mí, en lo personal, representó una pieza compuesta por momentos únicos
en el cine, de esos con los que se construye la historia de este arte que
amamos. Significó, también planos memorables, actuaciones que erizan la piel,
que marcan, y una historia feroz que estoy seguro será difícil de olvidar.
Pero, sobre todas las cosas, “Amour” significó para mí desvestir la
verdad de la vida y dejarla allí, frágil, al aire libre… Representó una manera
contundente de quitarnos la máscara que nos cuesta aceptar que tenemos para
entender frente a qué estamos parados. Amour, para mí, fue casi una revelación.
Un desnudo. Una cachetada a la verdad.
Espero llegue pronto a Venezuela...mientras disfruto de Argo muy buena opción.....saludos men
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