Desde el primer segundo de la película, y hasta el propio final, en el
minuto 119, “Life of Pi” narra un viaje. De hecho, en el último diálogo de la
película comprendemos que se trata, no de uno, sino de dos viajes. Sin embargo,
en lo personal, no creo que se trate ni de uno, ni de dos, sino de tres
fascinantes viajes.
El primero, el de un joven de origen indio y el de un tigre de Bengala
sobre un pequeño bote, mar abierto, buscando salvar sus vidas luego de un
naufragio. El segundo, el viaje de un cocinero, un marinero y una madre. El
tercero, y el más emocionante de todos, un viaje metafórico por los grandes
momentos de la historia del cine.
En realidad, los dos primeros viajes los podrán ver, de forma natural,
a lo largo de la película. Y, créanme, los disfrutarán enormemente. Porque se
trata de una historia fantástica, de esas que llenan el alma y alimentan la
imaginación para seguir soñando en positivo.
Sin embargo, hoy he venido a hablarles acerca del tercer viaje, una
travesía interna a la cual nos expone Ang Lee al hacernos mirar dentro de
nosotros mismos para hurgar en nuestro pasado y disfrutar la grandeza de nuestros
propios recuerdos.
Dicho de otra forma, y desde mi muy humilde punto de vista, ver “Life
of Pi” es pensar, inmediatamente, en gran parte de las mejores películas de la
historia del cine.
Por ejemplo, es inevitable sentir que todo el hilo conductor de la
película está conceptualizado de la misma forma como Robert Zemeckis lo hizo en
Forest Gump. Un protagonista, fungiendo como estructura narrativa, cuenta de
forma retrospectiva los momentos más resaltantes (buenos y malos) de su viaje.
Con humildad. Con un dejo de nostalgia. Pero siempre con optimismo. Fue mágico
sentir que en “Life of Pi” la locución pudo haber sido realizada,
perfectamente, por Tom Hanks.
De la misma forma, se hace indefectible pensar en muchas otras
películas e historias que se cruzan con esta nueva joya del cine moderno.
Titanic, por ejemplo, con sus pasillos inundados y la desesperación de
quien vive un naufragio histórico, perdiendo a sus seres más amados.
El arca de Noé, por supuesto, porque ¿qué otra cosa puede evocar un
gran barco que atraviesa el océano, en pleno diluvio, repleto de todas las especies
animales conocidas en el planeta?
El Náufrago. Ávatar. Moby Dick. Big Fish. La Historia Sin Fin. Cada
una de ellas con momentos claves que las representan y las hacen servir de
puente para cruzar a una nueva conquista cinematográfica. La de Pi. La de
Richard Parker. La de un joven indio y un tigre que, a fin de cuentas no son
otra cosa que un espejo. Y ahí, precisamente, está la clave de la película.
El momento más hermoso de “Life of Pi” sucede cuando, al final, Pi le
dice al periodista que lo visita: “Te conté
dos historias. En las dos se hunde el barco el barco. En las dos pierdo a toda
mi familia. Y en las dos sufro. ¿Cuál historia prefieres?”. De esto,
precisamente, se trata esta película. De elegir cual historia de vida
preferimos tener.
“Life of Pi” tiene 11 nominaciones al Óscar (la segunda más nominada
después de “Lincoln”, que tiene 12). Once nominaciones de las cuales, por
cierto, ninguna tiene que ver con actuación, lo cual es muy sorprendente. Esto
da cuenta clara de que hay otros elementos en la historia, en la narración, en
la fotografía, en el montaje, en la música, en los efectos visuales y en la
dirección que destacan abiertamente y en los cuales debemos fijarnos para
ahondar en el deleite. En ese placer puro y efímero que nos regala este arte que
amamos.
Si en mis manos estuviese la opción de nominar esta película, “Life of
Pi” en algún rubro, lo haría como Mejor Película Evocadora de Recuerdos. Porque
así lo hizo. Porque así lo hace. Porque ver “Life of Pi” es recordar la magia
de otras cientos de películas maravillosas con las cuales hemos crecido,
llorado, reído y sufrido. Porque “Life of Pi” es, en pocas palabras,
embarcarnos en un viaje triple hacia la magia eterna del cine.
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